Usted presume de paciencia. De que para hacer un buen trabajo, hay que ir despacio, pero solo es teoría. En la práctica, suena el despertador y empieza el “venga vamos”.
Enseñamos a nuestros hijos, con nuestra actitud, a correr con ansiedad.
Hasta que su hijo se harta y lo manda a la mierda.
Vivir en un estado de exigencia y prisas continuas acaba derivando en rabiosa displicencia hacia todo, en falta de ilusión, desprecio al esfuerzo, desidia y rebelión. Nuestra cultura del esfuerzo nos plantea un mundo de supervivientes, no de felices. La vida es lucha a muerte donde solo ganan unos pocos y donde, por rápido y perfecto que lo hagas, siempre tienes la espada encima de que no es suficiente, de que hay otro mejor, de que aún no te mereces recoger la cosecha. Y entre tanto, otros triunfan por enchufe. Cuestión de suerte.
Enseñamos a los niños en la guardería a recibir una gratificación feliz por un esfuerzo feliz. Pero a medida que cumplimos años los resultados cada vez se alejan más del esfuerzo, como si por tener más consciencia con la edad perdiéramos así el derecho a la paga.
En la cultura del esfuerzo siempre nos falta algo
y, al final, convencidos de que es bueno y justo que nos falte siempre algo, porque eso nos espolea, adoptamos la filosofía del esclavo, que no trabaja por recompensas, sino por deber moral. Y llega la religión como único argumento que nos queda. Y parece que es pecado pedir algo a cambio, como si con ello quisieras escaquearte.
Y así acaba el día, a la carrera: deberes, piano, ajedrez, un 6 no es suficiente, ¡saca un 7! Un 7 no, un 8. Un 10 no basta, no tienes cogidos hábitos de trabajo. Y el niño no ve el final. Hasta que cumple los 14, exclama aquello de que te den por saco, empieza a suspender, reniega del capitalismo esclavista y se apunta a Podemos. Lógico y normal.
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