Salgo turulato de las olimpiadas. Miles de españoles gritando: vamos, Carolina, Mireia, Ruth, admirando la sincronizada, la perfección, la coordinación. Y pienso en esas miles de horas empleadas para preparar un solo baile que dura apenas tres minutos y me pregunto si los atletas son un ejemplo.
¿El triunfo es sólo un resultado?
y el sacrificio una extraña filosofía. ¿Toda una juventud entregada a veinte segundos de un salto? ¿Dietas, ejercicios, abstinencia por veinte segundos? Es toda una concepción vital. ¡La gloria!
¿Es eso lo que importa o la superación personal? ¿Nos sacrificaríamos igual si ese salto lo consiguiéramos en una finca privada y sin testigos? ¿Por qué empeñarse entonces en el oro en Río si solo es superación?, ¿por que llorar si no logras el bronce, como Australia? ¿No basta el diploma, o el mérito? ¿Es importante la aprobación ajena, ganar al otro, o es una simple anécdota? ¿O un símbolo? ¿Y si no tuvieras opción a ir a Río, porque tu cuerpo no responde?, ¿sacrificarías veintiséis años de tu vida para superar tu marca, aunque esté muy por debajo de un oro o de una proeza social?
Y aún aceptando que superarse sea el auténtico y noble objetivo y la medalla la simbólica recompensa, sigue resultando pintoresco, incomprensible, un bien tan diminuto… Somos una gota de lluvia en el mar y nuestra existencia tiene la misma importancia efímera, lo hagamos o no, así que ¿por qué desperdiciar placeres en pos de nuestra autoafirmación? ¿No es ridículo? Tiene el mismo sentido que no hacerlo. ¿Por qué hacerlo?, ¿o por qué no hacerlo?
En el otro extremo, miles de ninis no mueven un dedo por nada… no tienen aspiraciones, y eso tiene tanto sentido cómo lo contrario. Todos nos igualaremos en la muerte.
Pero los vocacionales prefieren el absurdo de luchar al absurdo de no luchar, tan sólo porque se sienten bien. Aunque todo sea el mismo absurdo.
Publicado en prensa de papel (La Voz del Tajo- Talavera de la Reina) el 06 de septiembre de 2016)
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