Acostumbrados como estamos a que todo esfuerzo no reciba compensación, la solución que tomamos es deslumbrarnos la cara. Consiste en ponerse un foco mastodóntico delante que te impida ver la realidad y, a la vez, te regala un cenital para que te admiren.
En un tiempo en que toda ciencia o verdad se pone en duda y el sistema educativo pide y no da, nuestro ego exige una respuesta a nuestro trabajo. En un tiempo en que triunfa el avispado, no el esforzado, es natural buscar el éxito incluso prescindiendo del mérito, y si no lo alcanzas, te lo inventas, porque no puedes vivir ajeno al mecanismo saludable de actividad y resultado.
Es entonces cuando te colocas un foco en la cara para que se te vea y gritas, para sentir esa gloria que siempre te negaron.
Miles de artistas desorientados vagan así por los miles de universos de estilos, tendencias, modas y mercadería buscando un hueco. Lo buscan en las redes sociales, donde todo es dudoso. Se alucinan en la hoguera de las vanidades del acto multitudinario lleno de adjetivos y grandezas inventadas.
La calidad es baja, bajisima, pero los aplausos son estruendosos y lo tapan todo.
Amigos incondicionales, comprados, interesados u obligados chillan con un fanatismo incondicional que cura nuestra mediocridad. Creamos eventos para provocar un vehemente falso asombro en amiguetes y primillos.
Es falso, lo sabemos, pero volamos con radical empecinamiento hacia el foco deslumbrante de un escenario, como ícaros que un día se arrancaron los ojos para ver otra cosa, ofendidos si nos llevan la contraria.
Volamos con determinación y seguridad hasta que el tiempo nos derrita las alas y nos obligue a reconocer que el premio que nosotros mismos nos dimos era falso, que aquellas alabanzas eran aplausos de aburridos que te daban la razón porque les ponías en un compromiso, pero para ellos era un simple entretenimiento y que en realidad tú le importabas un comino.
Publicado en prensa de papel (La Voz del Tajo- Talavera de la Reina) el 7 de julio de 2015)
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