Dicen que escribir es sacrificar. El oficio no consiste en poner palabras, ni ajustarlas a sentimientos, ni en provocarlos. Ese es el objetivo, pero el «oficio» consiste en eliminar, destruir. Cuesta infinito reconocer que unas semanas, un mes entero debe mandarse a la basura porque no encaja con la totalidad el libro. Puede darse el caso de que personajes completos se aniquilen.
Es doloroso ver cómo veinte páginas se reducen a diez, a cinco, y sólo queda el cogollo más jugoso en busca de la calidad. Cuesta al principio, pero uno se acostumbra a que es así y no hay otra. Por fortuna hoy podemos enviar lo destruido a una subcarpeta de «restos» donde lo rescatemos quizás un día.
En la vida pasa igual, hay relaciones, deseos que cuesta abandonar. Un gran amor que hace daño, un modo de vida imposible, un pasado irrecuperable. Cuando es inevitable o duele, debe uno aniquilarlo, no desearlo. Podríamos pensar que es cobardía, en este tiempo donde todo debe aprovecharse, pero no, es «la fórmula». El arte de vivir consiste en tener el coraje de sacrificar y asumir que tal vez sea para siempre.
Resulta tremendo reconocer que nos hemos equivocado en una empresa. Tal vez hayamos empeñado un año entero o una vida en sacar adelante un negocio que no iba. Tal vez hayamos sembrado en mala tierra, pero cegados por pequeños brotes nos aferramos a imaginarios bosques futuros que no se elevarán nunca.
No queremos verlo, pero nos empecinamos irracionalmente en el proyecto porque es «nuestro proyecto», porque en ello va nuestro orgullo. Sin embargo, el empresario inteligente es quien mide fuerzas y sabe dar un paso atrás, se mira al espejo, se recompone o incluso abandona lo inviable, y emprende otra tarea donde beneficios y gastos queden compensados.
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