Todo parece el orden, el cielo y el infierno, cada cual en su lugar. Pero de pronto el infierno aparece bajo el cielo de una catedral y el arte se hace danza chunga de lametones rojos. Se pavonea. Ese almacén cuadros se inflama de lentejuelas absurdas y la muerte sube como un ciempiés negro por la piedra. La televisión y YouTube desprenden olores a pintura derretida y a lienzos machacados con pétalos de cucaracha.
El humo firma en el aire su atentado contra la belleza y la catedral frambuesa gira sobre sí misma. La muerte y el tiempo por aliado se sublevan contra la eternidad.
Es la extinción de todo. Un día el sol envejecerá como los barcos que se pudren bajo el océano, como los órganos y las vidrieras que se desmigajan sin presupuesto o se churrascan en accidentes.
Un día todo tendrá sentido porque ya no estaremos.
Un día concluirá nuestra estancia aquí y Dios y su silencio de Viernes Santo procederá al desahucio del ser humano de un planeta tonto y en ruinas, que da vueltas para nada en el vacío.
Todo parece en orden. Los hijos no crecen, los padres no mueren, el tiempo no pasa, Notre Dame es eterna. Lo parece.
Dicen que dentro de diez mil millones de años el sol se extinguirá y se convertirá en una pavesa luminosa de gas silencioso. Para entonces, nuestro planeta no existirá.
Pero algo ocurrirá mucho antes. Muchísimo antes. Tal vez mañana.
Sí, puede que lo que queda de Notre Dame sobreviva. Tal vez su reconstrucción permita a Notre Dame sobrevivir a al tiempo. Pero sólo a nuestro tiempo. Lo que ocurrirá muchísimo antes es que los que hoy aquí escribimos y ustedes que nos leen, dentro de muy poquito no sobreviviremos a Notre Dame, igual que Notre Dame no sobrevivirá al gran pedo del sol. Por los siglos de los siglos, amén.
(También publicado en prensa papel La Voz del Tajo 19 de abril de 2019)
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