(La sumisión es la última manifestación del amor).
Por regla general, la gente llama amor a la frustración por no conseguir a la pareja deseada. Eso tiene mucho de orgullo, de autoafirmación, de empecinamiento sublimado, porque, ¿qué otra cosa es el amor romántico?
El amor de este tipo de novelas siempre es eso, llorar por conseguir al otro. Pero también puedes amar a tu padre, a tu perro, a un amigo…
Puedes amar a seres divinos o a otros, pero sin que intervenga el sexo, el instinto de procreación, la ambición familiar o social preestablecida por nuestra cultura. Realmente, las rabietas por lograr maromo o maroma ¿es amor? ¿Qué es si no? ¿Y si el amor fuera un lobo disfrazado de cordero? ¿Cuántas veces afirmamos cosas que en realidad no pensamos… por «amor»? Eres ateo, conoces a un amigo, ya no digo amante, de misa diaria, y si le amas puedes replantearte tu sentido de la trascendencia. Funciona también con el odio. Amas a tu hermano, aunque tampoco sea para echar cohetes. Que se metan con él y se potenciará tu sentido filial, de familia. El amor es el gran amalgamador social, donde el individuo se desprende de parte de su yo y se adapta, incluso traicionándose a sí mismo.
Perteneces a un coro de música, observas que desafina, pero baste que surja un coro rival para que dejes de percibir los gallitos propios y se potencien los ajenos. Lo malo de despersonalizarse por amor es dejar de oír tus gallitos o dejar de percibir tu individualidad, renunciar a lo que realmente opinas por acoplarte al coro que amas. Somos animales sociales, pero cuanto más sociales, menos nos damos cuenta de esta dejación de nosotros. Eso por no hablar de política. La corrupción en partidos ajenos la explicas en dos patadas.
Para la propia, te lías a dar justificaciones y te resultan insignificantes taras no fundamentales, comparado con lo principal de «los tuyos».
Publicado en prensa de papel (La Voz del Tajo- Talavera de la Reina) el 17 de mayo de 2016)
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