Una sensación común a quienes nos acercamos a los cincuenta es que la vida va más rápida. Hasta los treinta o treinta y cinco, uno siente el tiempo a un ritmo moderadamente asumible, aunque va que se las pela. A partir de los cuarenta y muchos, la vida se embala. Cada año se hace más corto, notamos que el pasado ha transcurrido en un pispás. Y es que cuando eres joven no miras atrás y, si lo haces, lo vivido está cerca, los rostros no han envejecido y son menos las ausencias.
Ahora que abdica el rey, saber que ha regido durante cuarenta años nos devuelve de un sopapo cuarenta años de nuestra vida en un solo golpe, cuarenta años que se han esfumado por el tragadero de las horas. A un chaval de veinte, esa cantidad no le da en el ojo (ya le dará) y el abuelo cazador de elefantes no deja de parecer una reliquia de un tiempo no experimentado y su transición algo medieval, coetáneo a la República, a Carlos V o al arzobispo de Maguncia. Haberlo vivido, sin embargo, nos hace viejos, porque lo tenemos aún en el paladar.
De joven, nuestros proyectos vitales estaban por hacer y no teníamos prisa. Lo vivido era poco, lo por vivir mucho. Pasados los cuarenta, al revés, (caballo de la sabana), la mitad de la vida está hecha y cambia la perspectiva. Calculamos los esfuerzos según nuestro escaso futuro y nuestro ajetreo cambia. A los cuarenta todo está hecho y nos limitamos a ejercitar una rutina sin futuro, se vive más en el presente, no hay proyectos gruesos y eso hace que la vida se vaya en un soplo, en cositas sin volumen. Prepararse para mañana es una actividad en 3d y el tiempo se dilata, porque se diseña el futuro en el presente, vivimos con más densidad y vamos tranquilos y lentos. Los cuarentones tenemos una sola línea plana y vamos viviendo al día, por eso va que chuta la cosa.
Publicado en prensa de papel (La Voz del Tajo- Talavera de la Reina) el 10 de junio de 2014)
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