El ser humano cuándo es bebé, gatea. Luego anda pateta, avanza una pata, otra y al final camina bien, aunque a veces trompique, que dice mi tío abuelo. Aprender es la naturaleza del hombre.
¿Qué quiero decir? Que los menores son menores. Se creen sabios y no lo son, aunque desplieguen la danza del cangrejo violinista Uca uruguayensis fingiendo ir de sobrados.
Hablaba la semana pasada de tener razón como valor supremo y el joven, como siempre, está dispuesto a confundir el rábano con las témporas y el culo con las hojas de scotex. No le importa la razón, sino imponerla.
El menor no ve que esa razón suya está construida con sus propias carencias.
Llama razón a su capricho, a su santa voluntad y conveniencia y está dispuesto a sacar los ojos al otro para defenderla porque se fija en cómo el adulto considera un derecho aniquilar al contrario con la razón, pasando de convencer.
El joven que sabe pensar, se modera. El que no, se cree Dios.
Balbucea una razón de blancos y negros, con el pañal puesto, tata bubu. Carente de mimbres, aprende que hay dos bandos, los irracionales y él, sin ver que los irracionales son los violentos. Pero no llama violencia a su desprecio y al odio que siente, ni al insulto. Lo llama justa indignación.
Una indignación que nace de la razón. Una razón que sirve de excusa para ser violento y no sentirse mal. Y los hay de todo signo político.
Porque la ira es vistosa, parece seguridad y la seguridad parece verdad, y alegando que uno “tiene razón”, comete atrocidades como hacer bullying porque “es superior” o apuñalar madres porque no le dejan jugar con la Play Station. Para evitarlo, todos deberíamos sustituir cualquier ideología por la lógica y esa supuesta erudición selectiva con la que mostramos vanidad rabiosa por el sentido común y la gama de grises.
También publicado en prensa local edición papel La Voz del Tajo de Talavera de la Reina 16 de febrero de 2018
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