Unamuno hablaba de tres modos de prevalecer: en los hijos, en los libros y en la fe. La intención primaria y última del hombre es esa. Deseamos seguir viviendo más allá de la muerte y de ahí nuestro sentido religioso. Respecto a los «libros», Unamuno pensaba que aportar algo a la historia satisface ilusoriamente estas ansias de supervivencia. No se trata de dar con un nuevo Quijote, otro Yesterday o un software revolucionario, las ansias se satisfacen simplemente con ser buenos profesionales. Esto basta porque es temerario pretender mayores logros demasiado ambiciosos, que no están a nuestro alcance. Por eso, nos dediquemos a la albañilería o a la venta de jamones, vernos útiles ayuda a imaginar que seremos recordados, aunque sea en el barrio y durante unos años.
La huella genética en los hijos también implica seguir viviendo, acaso una sola generación más.
Pero sobrevivir también supone posicionamiento. Se sobrevive… al resto.
No todos podemos salvarnos, así la supervivencia tiene más lógica, porque hay números clausus. Por eso inventamos distinciones: el paraíso frente a los condenados, la excelsitud frente a la mediocridad, el mejor de los tenderos. Establecemos baremos, artísticos o no, para asegurarnos nuestro «puesto» en la «eternidad». Buscamos influencias, enchufes que nos posicionen. Nuestros hijos son los más guapos y nuestro apellido y familia, la mejor.
Es un instinto que existe en todas las especies: una camada se impone a otra, marca territorios y los machos luchan. Intentamos colocar nuestro apellido de varios modos y surgen rencillas entre linajes, situaciones montescas y capuletas, grandes y pequeñas batallas civilizadas, caballerosas, hipócritas y sordas que ocultan una agresividad visceral, subterránea, donde se procura el triunfo del «nosotros». Y es en las sutilezas más inocentes donde se encubre este instinto, agazapado, que se manifiesta cuando sentimos la llamada de la sangre hacia «los nuestros».
PUBLICADO EN PRENSA PAPEL (La Voz del Tajo-Talavera) 07 DE OCTUBRE DE 2014
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