LA ESCAFANDRA Y LA MARIPOSA

Moises de las Heras

09/07/2016

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laescafandraylamariposaEn un tiempo en el que quizá uno busca – entre otras cosas – respuestas morales, filosóficas, psicológicas, sensitivas, al enigma de la vida, del sentido de ella y de la muerte; en un tiempo de paganismo y de relativismo donde la religión no es la única respuesta y donde se multiplican los intentos intelectuales, sensitivos y de todo género y cariz por comprender qué hacemos en este mundo, cómo respondemos tanto psicológica como espiritualmente ante el hecho de la muerte y cómo nos preparamos ante ella, el libro “La escafandra y la mariposa” se nos presenta como una opción más para responder a estas cuestiones.
Se vende tal libro con el aliciente de que quien lo escribe lo hace en unas circunstancias extremas. Víctima Bauby de un cuádruple infarto cerebral que le postra de por vida en la cama sin mover un músculo, sin poder comunicarse, con la única musculatura activa del corazón y la respiración pero con la mente intacta, Bauby se propone escribir un libro comunicándose con el parpadeo de un ojo.

Dejando de un lado la desgracia y la curiosidad de esta circunstancia, el hecho en sí reviste una espectacularidad impúdica, pintoresca, hasta me atrevería a decir surrealista no exenta de cierto amarillismo.

En fin, que Bauby para más inri es redactor jefe de Elle, una de las revistas de vanidad, culto al cuerpo y artículos superficiales más importantes a nivel mundial. Bauby ocupa uno de los puestos más elevados en el escalafón empresarial francés y seudoliterario. En el alto estanding de revistas de prestigio pero comerciales y destinadas al gran consumo, Bauby establece las coordenadas de redacción y estilo de la revista. No exento de cierto toque intelectual e incluso literario, Bauby maneja con soltura las coordenadas de la metáfora plástica, de la imaginería verbal sorprendente, de la concisión impactante, de la creatividad, que busca sobre todo la sorpresa del espectador y epatar con él, y todo un juego de recursos literarios cuyo uso y dominio va destinado al consumo rápido pero también a despertar la inteligencia, con llamadas a la conciencia estética, manejando la sorpresa intelectual con imágenes sorprendentes, claras, agresivas, muchas veces basadas en la respuesta rápida, en la idea que acude dinámica y vigorosa a la lengua, creando imágenes transgresoras y fácilmente visualizables. Es, en definitiva, un modo de escribir efectista que se practica con mayor o menor visceralidad – depende de quien lo maneja – en la literatura comercial y que Bauby en “La escafandra y la mariposa” pondera y manipula hábilmente.

Avezado en el oficio y tal vez un maestro en el manejo de estos mecanismos que no dejan de ser de seducción, deudores de los recursos de la subliteratura, Bauby no emprende una redacción al estilo de los libros de falsa reflexión filosófica, tampoco de pseudomisticismo de semanario cultural de fin de semana, ni tampoco encuentra el gusto en elaborar un libro de últimas memorias, de fracaso humano, religioso, ni siquiera de autoayuda y superación, o de valle de lamentaciones. Todos estos caminos los podía haber tomado, dada su circunstancia cercana a la muerte (de eso podía tener clara conciencia Bauby postrado en su cama, dado que su inteligencia quedó incólume). Nada de eso. Bauby, antes del infarto, era un hombre de negocios, un intelectual de plantilla de revista de papel cuché y tenía – al menos así se deja vislumbrar en el libro – postura de ejecutivo ricachón que tan metido estaba en la vorágine de su trabajo que había apartado de sí todo resto de profundización en sí mismo o en cualquier tipo de creencia o de verdad ética, haciendo uso de la escoba del sencillo relativismo de los valores.

Era un hombre práctico, del hoy, conocedor de las trampas del capitalismo, un hombre cosmopolita, metropolitano, que vivía probablemente en un rascacielos de la gran ciudad, que trabajaba en otro, que se veía de continuo rodeado por la vorágine de un país sumido en la vorágine de los negocios y con la maquinaria continuamente encendida. Un hombre que navegaba entre amantes y cócteles con grandes empresarios. Imaginamos así su vida, puesto que lo que destila “La escafandra y la mariposa” es, en un principio – dada su circunstancia cruel y definitiva – una fuerza soberbia que es capaz de sobreponerse a la más inclemente de las circunstancias, propio del liberalismo comercial. Pudiera pensarse que Bauby piensa que el triple o el cuádruple infarto cerebral es una circusntancia menor respecto al enorme poder que concede, de una manera implícita y subconsciente, el poder capitalista en la que él se siente uno de los pequeños reyezuelos. Si no, no se entendería que el primer aroma, el primer sabor que destila el texto de Bauby es querer alejarse de toda interiorización; reacción típica en este tipo de hombres considerar impúdica toda valoración, todo juicio, porque se tiene miedo, simplemente, a acercarse a su propio corazón, a su propio sentimiento. Se practica en esas altas esferas la domesticación de los sentimientos para poder subir y medrar, y es un mecanismo aprendido que no puede abandonar. Bauby ha tenido que renunciar durante toda su vida a su alma para poder vivir en el cuerpo de París, ha aprendido a anular sus sentimientos y eso le pasa factura ante una circunstancia completamente nueva que no asume. A pesar de que escribe este libro de autoconcienciación, sigue sumido de un modo implícito aun en la vorágine de la gran capital y de su empresa, sigue sin aceptar que ya no hace falta renunciar al corazón para seguir viviendo, que ahora solamente vive a través de una máquina que le ayuda a respirar, que ya no tiene que labrarse un futuro, ya no es rey de nada sino un enfermo camino de la muerte. Pero, aun así, el fenómeno de anular el corazón para poder sobrevivir en la montaña de escombros y defenderse en una sociedad que se tiraniza y se devora a sí misma, ha hecho mella de instinto. Para él, cualquiera de los caminos factibles, la mística, la religión, la filosofía, interiorizada y personalizada, o escrita a modo de libro de autoayuda es un síntoma de debilidad. Estilísticamente, por tanto, sigue la norma de que cualquier signo literario donde se aprecien sentimientos humanos descarnados es una cesión a un tipo de subliteratura barata y prefiere la «madurez» del escritor que trivializa, desestructura, descompone y subyuga con la ironía o una responsable frivolización y socarronería su propio corazón. Deudor de un existencialismo optimista y relativista, desprecia cualquier intención de condolerse o llorar. Es el mundo capitalista, burgués y empresarial lo que le impide ceder y todo el libro está escrito acudiendo a un tipo de redacción lineal donde simplemente cuenta hechos y, cada vez que intenta bajar a las profundidades del corazón, lo solventa con un sarcasmo metafórico o con una metáfora ingeniosa.

Víctima, por tanto, Bauby de esa cultura de la pudicia, ni siquiera su complicada y dramática situación le hace descender un solo peldaño de su convencimiento. La novela aborda su propio problema desde un punto de vista intelectual, racional, obligando a lo sensitivo a pasar por el tamiz de una lógica donde es rey el distanciamiento y el sarcasmo. Es propio de los periodistas intelectuales que se mueven con agilidad en la cumbre de la montaña social justificar su falta de escrúpulos con un ejercicio de sutilezas. Todo se puede justificar con el lenguaje y con el juego conceptual, seres. Parece, en el capitalismo, que cualquier desmán, robo o delito, ya sea una traición, un abuso o una estafa, queda minimizado, pierde su valor moral y su vergonzante esencia si se tapa con una hábil respuesta o una ingeniosa consideración más o me nos alambicada. Así lo sienten los que se hallan en la cumbre. En esto consiste la falta de escrúpulos, su mecanismo psicológico que les autoexculpa, en la habilidad del ladrón para usar su ingenio y justificarse. Y uno de estos hombres pudiera haber sido este Jean-Dominique Bauby que ha caído enfermo y que se enfrenta a su propia desgracia individual, más allá de la vorágine de la empresa. Hábil en darle la vuelta a la realidad o en cerrar los ojos a ella cuando no puede ser retorcida y no hay enemigo a la vista, Bauby se encuentra ante el problema de la muerte en soledad y lo resuelve haciendo causa con el viejo lema, la proverbial ley obligatoria para combatir en la cumbre social: no dejarse vencer por el desánimo, y si eso implica mirar hacia otro lado ha de hacerse, y si eso implica convertir la narración acerca de sus últimos días de vida en un mero testimonio neutro lejos de todo sentimiento, como una cronología de hechos, para dejar constancia de ella y no para profundizar, no tiene reparos en usar el lenguaje de este modo. Los alardes metafóricos siguen siendo restos de ingenio empleado como redactor jefe en la revista. La historia, aunque contada en primera persona, no se carga en ningún momento de intensidad humana e incluso, en todo momento, Bauby pretende demostrar a un lector (al que cree seguro) que no han quedado dañadas ni su entereza, ni su madurez, ni su dignidad intelectual, ni su hechura modélica, esa que le hizo merecedor de su puesto en Ella. Esto se trasluce tras una narración sencilla donde da cuenta, simplemente, la historia. Una historia en la que Bauby nunca se deja someter por el sentimentalismo, no se permite ni un solo momento de llanto o de emoción. Tampoco clama a la compasión ajena ni a convertir su espectacular caso en un acontecimiento amarillista, porque una de las claves del amarillismo es no parecerlo. Aunque puede ser que su impudicia le lleve, realmente, de un modo sincero, a no considerarlo como una moneda de cambio.

Aún así, Bauby pienso que sería consciente de que el libro se vendería por la espectacularidad de su caso. Por lo tanto, si el libro ya estaba vendido no había que hacer muesca en la culata ni hincapié en el hecho y en el dolor. Hubiera sido demasiado escandaloso y además, como redactor jefe, Bauby es consciente la técnica de la compensación temática, la cual consiste en no poner azúcar a algo ya de por sí edulcorado, sino al contrario, jugar siempre a manejar sentimientos opuestos subrayando formalmente lo contrario de lo que la temática ya contiene.
El libro, entonces, sorprende por una frialdad que no es en realidad tanta, y una sorprendente madurez del personaje que, pienso, tampoco es en realidad tal madurez, puesto que la mueven unos hilos de costumbre, de modo de vida anterior que ha marcado su trayectoria y su forma de ver las cosas y por unos intereses del que quizá él mismo no sea consciente, sostener sostener en pie una figura moral que, es verdad, no ha sido vencida por el infarto.
Es justificable todo. Somos humanos y esta reacción de Bauby no es censurable pero si hay que explicarla para tomar conciencia de la verdadera dimensión del libro y los mecanismos que le llevaron a construirlo, y por qué de esta forma, y el por qué de la sensación causada.
Resulta, sin embargo, sorprendente que una persona en tales circunstancias no sea capaz o no quiera transmitir una sensación de caducidad y de sentimiento de cercanía de la muerte y de conmoción ante lo efímero de lo humano. Otro escritor, como pueda ser Julio Llamazares en “la lluvia amarilla”, sin necesidad de padecer en su vida personal ningún sobresalto ni desgracia, no tiene ningún problema a la hora de transmitir sentimientos íntimos a través de una literatura que afecta más a lo humano sin avergonzarse de impudicia. Ello demuestra que la sensibilidad hacia lo profundo no depende de los acontecimientos que nos sucedan, sino de la predisposición filosófica, ética, moral y sentimental de quien lo transmite y su habilidad para transmitirla y, aunque es cierto que acontecimientos desgraciados pueden hacer variar el rumbo del pensamiento de un hombre y convertirlo en un ser profundo cuando no lo era, no es este el caso, Bauby no cambia de actitud. Todo depende, lo digo una vez más, de la predisposición del individuo hacia la trascendencia de lo que vive.

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