Uno de los retos fundamentales de la prosa actual es esa mezcla, absolutamente necesaria, entre la sencillez y la inteligencia. No caer en la vulgaridad, por un lado, pero que sepa a cotidiano. Alcanzar con sutilizas e inteligencia cierto grado de belleza y evitar que dicha belleza caiga en lo recargado, pero sin prescindir de algún que otro apunte metafórico, alarde de analogías ingeniosas que le otorguen al texto viveza y elevación a la vez. No perder elasticidad y soltura y, si es posible, acudir al desgarro interno y externo de alguno de los personajes (en este caso drogadictos como Boris y el protagonista, Theo Decker) que ayuden a crear esta belleza. Una belleza transgresora. Todo eso.
Como en un cocktail perfecto, el escritor debe conseguir en una novela la conjunción de estos elementos y ello se logra gracias al oficio, al trabajo y al ingenio. Donna Tartt cuenta con las tres cosas en diferentes medidas, dentro de su calidad diletante, (conjugaré en esta crítica virtudes y defectos de los que mucho se ha hablado ya sobre esta novela) y logra en El Jilguero una obra amena, suficiente y hermosa donde principalmente disfrutamos de su capacidad como escritora medianamente culta y por otro como escritora eficaz. No es, sin embargo, una escritora admirable por ningún tipo de extrañamiento o de altiva petulancia narrativa como suele ocurrir en el mundo literario. Una petulancia aburrida de la que suelen hacer gala muchos escritores de fama e incluso consagrados. Donna Tartt se halla en el punto medio entre el escritor que no es un inculto petulante ni un inculto ramplón. Donna Tartt no es esa escritora pagada de sí misma, amiga de la mafia, miembro de un círculo cerrado de influencias que se ha colocado ya en el mercado y forma nomenclatura en los libros de texto a fuerza de influencias. Dona Tartt no desagrada al lector común por ser compleja, difícil y a la postre, insustancial tras la alharaca. Tampoco es Donna Tartt la escritora populachera de encargo que escribe novelas insuficientes, que rinde pleitesía al mercado y rebaja la calidad de sus escritos para ser entendida y comprada. No es ni una cosa ni otra. Como todo lo bueno en esta vida, se halla en el punto medio. Su prosa es ligera y a la vez colma el espíritu de un modo suficiente (al menos en este texto). No es Montaigne, ciertamente, pero ¿quién lo pretende? Sus personajes se mueven con soltura durante la aventura. Sus pensamientos y reflexiones son accesibles pero elevados, dentro de la elevación que puede exigirse a una novela, que no es un libro de filosofía. Por otro lado, existe un training previo, un trabajo interior que no se ve, latente, en sus personajes. Estos personajes tienen un «otro yo» que no aparece en la novela pero que fluye en la personalidad de cada uno de ellos. Son personajes que tienen una consistencia más que suficiente y que manejan y hacen avanzar la historia.
EL PROTAGONISTA Y EL ACONTECIMIENTO
Es cierto que, en una novela seudopolicíaca como El Jilguero, hay sucesos inesperados para el protagonista pero, de inmediato, vemos que el juego literario consiste en que el protagonista sea sorprendido por estos hechos y asuma y tome en sus manos y moldee a su modo y manera dichos acontecimientos. Antes que dejarse llevar por ellos, los integra en su personalidad y convierte el suceso y lo que ha querido concederle la diosa fortuna en un todo amalgamado con su personalidad. Existe el error común de considerar al acontecimiento como algo que descolca al personaje, no desde un punto de vista argumental o intencionado, sino de su personalidad, a la que hace evolucionar. Mal opción. Aquí es al revés, el acontecimiento se integra en la personalidad de Theo, es entendido y manejado por Theo según su peculiar carácter. Si el acontecimiento domina, el protagonista se diluye cuando cambia, porque el escritor no atiende con suficiencia a la fuerza interior de la personalidad del mismo. Si el protagonista cambia ante un acontecimiento inesperado es un hecho que debe ser controlado por el escritor para que dicho cambio se produzca dentro de las coordenadas psicológicas del personaje y, además, debe procurar que dicha evolución sea lógica, acorde con su forma de ser. Que el hecho nuevo constituya una inflexión más, que ayude a enriquecer la personalidad que se presenta al lector es una buena opción. Lo contrario, como decimos, sería que el acontecimiento le hiciera reaccionar de un modo ilógico. Aunque luego se retome otra lógica diferente, estaríamos ante dos personajes diferentes reaccionando de forma diferente aunque se llamen del mismo modo y esto es un error a no ser que, argumentalmente, tenga algún sentido este cambio de personalidad radical. Pero lo entretenido de una novela es ver la parte humana de un personaje, que el personaje reinterprete su realidad, se adapte a lo nuevo, se amolde, que el lector pueda ver cómo lo hace en el sustrato de la acción e intente influir en los nuevos acontecimientos desde su forma de ver las cosas, y no se convierta en una simple víctima de ellos. Y aunque la personalidad cambie de una manera brutal ante un suceso inesperado, debe seguir resultando interesante el personaje, también en relación con su personalidad anterior. Incluso los desgajamientos de personalidad deben conllevar algo de coherencia, también dentro de la más radical incoherencia.
Es el caso de esta novela. Theo y Boris son dos niños de trece años que se convierten en adultos a lo largo de ella. Aunque hay ciertos matices que les identifican como adolescentes en su forma de expresión cuando tienen trece, luego, cuando les vemos ya de adultos, siguen conservando su misma personalidad y esto le hace no solo identificable sino altamente humanos. Ese es el secreto de una novela, que el personaje desaparezca y aparezca la persona y estamos, en el caso de El Jilguero, con un protagonista que es persona. Ambos son persona y no personaje, también Boris, de psicología más esquemática porque también justificadamente es un personaje más elemental, de trazo más grueso y vigoroso, catalizador más activo de los sucesos concretos que van a desarrollarse como simple fábula o aventura.
Contamos con dos conductores. Si bien el conductor psicológico, filosófico, moral, ético y filantrópico de la novela es Theo, Boris es el que, con sus acciones, cambia la vida de su amigo y hace que los acontecimientos se precipiten.
PERSONAJES
Acertadamente se ha comparado al personaje protagonista de El Jilguero con Oliver Twist y a los otros personajes con guiños a prototipos típicos de Dickens: tenemos por un lado a Boris, que es el alter ego «Pillastre». Tenemos a Xandra, la novia de su padre, depresiva y pintoresca también típica de las novelas Dickensianas al estilo de la Señorita Havisham de Grandes Esperanzas, y de algún modo a un malvado que se complace en actos de crueldad respecto a los niños como puede ser el propio padre del protagonista, un auténtico Fagin. Un padre que, sin embargo, no es visto por el protagonista de forma esquemática, como malvado de cartón y sin una sola virtud, sino que Donna Tartt suele tener mucha precaución a la hora de no esquematizar a ninguno, de otorgarles calidad humana y esto se consigue justificando actitudes, haciendo ver al lector que los comportamientos de los mismos responden a un lógica y, por otro lado, también concediéndoles alguna que otra virtud dentro de su maldad.
Así los personajes “buenos” también contienen un punto de debilidad, de frustración, de errores y de fallos que moldean su personalidad y lo hacen cercano al lector. Ni Boris ni el padre de Theo ni el matrimonio que acoge al protagonista cuando su madre muere (los Barbour), ni ninguno de los miembros de esta familia de acogida es diseñado sin atender a ciertas complejidades que le otorguen volumen a cada uno y, sin embargo, todos tienen una personalidad bien definida, fácil de captar por el lector y amena, plástica y visual. Todos los personajes parecen reales, desde Kitsey, la chica que conocemos de niña y con la que se acaba casando Theo Decker, hasta Pippa, el amor platónico de Theo Decker que, sin embargo, al regresar de Inglaterra, descubrimos cómo es una muchacha completamente normal, encantadora, tal como Theo la ve, llena de amabilidad pero sin la magia que Tom le atribuye, salvo la magia que pueda inspirar su sencillez. Eso sí, todos tienen un algo infantil, pero antes que como defecto, esto es intencionado.
ESTRUCTURA DE LA AVENTURA
Más allá de la prosa y de la psicología de personajes analizaremos ahora el esquema de la aventura y su eficacia. No estamos ante un detective ni ante un personaje que se integre dentro de un mundo de delincuencia, mafia y bajos fondos. Theo no es detective ni un mafioso, lo que hubiera aportado a la aventura del cuadro perdido, (sobre todo en su segunda parte) un carácter más conocido, más rutinario, de novela policiaca «vista». Acaso es Boris el mafioso, pero de manera accidental. Le vemos como un mafioso aficionado. Ambos son advenedizos en la novela negra. Aunque es Theo quién ha robado el cuadro, por casualidad, como se subraya en la primera parte, sin intención de robar, sin que su modo de verlo sea cometer un delito con ánimo de lucro, su vida, en consecuencia, discurre lejos de toda intención de trapichear con él, aprovecharse de él o sacar tajada, acaso torturado al darse cuenta, después, del delito cometido. Su robo no es intencionado. Su encuentro con Boris es fortuito. Es Boris quien resulta necesario para que la novela avance y se convierta en un producto de compraventa que traerá la “desgracia” a Theo Decker en la segunda parte. Theo, por el contrario, se asusta, tiene miedo de lo que pueda pasarle por haber sustraído, fortuitamente, el cuadro. Su amor al arte es un amor incipiente, en ciernes, inconsciente todavía, de niño de trece años, un amor en formación. Donna Tartt, parca y torpe a la hora de redactar una loa al mundo del arte, ¿esconde su incapacidad para redactar este prototipo de ensayo en la voz y condición infantil de Theo? En todo caso, es una opción astuta por parte de Donna. Pero hay un interés por parte de Theo que le lleva a robarlo y este aspecto psicológico del robo es lo que detectamos como el modo que tiene Donna de hacer avanzar la obra a través de los personajes y no por acontecimientos. Hay una motivación para que el niño robe el cuadro y no es precisamente, como podríamos obtener en una novela inferior, intenciones aviesas. En una novela inferior lo hubiera robado Boris o un malvado. Aquí inteligentemente, se juega con muchas caras del prisma, de la misma moneda de la realidad a la hora de tratar un robo.
Otra prueba más de que Theo Decker no está hecho para robar ni es su mundo es que esconde el cuadro durante años y continúa su vida de una manera ordinaria, dentro del seno de su familia de acogida y después en el taller de Hobie.
De este modo, el cuadro pasa a jugar un papel interesante dentro de las técnicas narrativas: el del enigma. Colocar un enigma, algo que queda suelto, un cabo que no se ha atado bien da buenos resultados a la hora de atrapar al lector y hacer que se pregunte cómo se resolverá el misterio. Que Donna Tartt se preocupe de la vida personal de Theo, su devenir en los diversos acontecimientos cotidianos que le suceden, su viaje a las Vegas, la relación con su padre y con Xandra, su amistad con Boris, su sentido de la amistad, su desarrollo como joven y luego como adulto, su forma rutinaria aunque con atisbos de sabiduría de ver el mundo, consigue que la novela policiaca alcance humanidad y, en consecuencia, realismo.
El cuadro se oculta en una habitación, en un departamento público, una especie de banco que custodia joyas y obras de arte, pero está presente en nuestra memoria mientras leemos. Se olvida durante varios capítulos con una doble intención, o triple: subrayar el carácter de persona normal de Theo Decker, crear un enigma aun mayor sobre El Jilguero y darle a la novela policíaca un aspecto humano, como decimos, algo que convierta la aventura en algo también apetecido por lectores que no sean precisamente fanáticos del género. Todo ello son virtudes de esta novela.
Como ya dijimos, la novela avanza movida por acontecimientos fortuitos y también por Boris, pero no por Theo. Sin embargo, cuando Theo se hace cargo de la nueva situación, interviene de forma activa y cambia alguno de los acontecimientos con sus decisiones. Son decisiones tomadas desde la coherencia del personaje en función de su filantropía, su modo de entender la vida y también de su personalidad ajena al mundo de la mafia. Sin embargo tiene una fuerza interior, que detectamos porque no hace ascos a ciertos aspectos de esta vida como son las drogas o el alcohol o incluso una capacidad de socialización suficiente, en algunos aspectos notable, que le permite discurrir por la vida con seguridad en sí mismo, por ejemplo como huérfano que cae en las garras de su padre y es capaz de escaparse de casa para vivir una vida de aventura junto al vendedor de antigüedades.
Hobie, un ser socialmente más incompetente, sin embargo, despierta en Theo otra faceta suya, una faceta que ya venía perfilándose desde el principio, la faceta de admirador del arte, algo influido por su madre. Sus conocimientos y apreciaciones de diletante se mezcla con su faceta de drogadicto y borracho creando una conjunción que sobrelleva bastante bien la personalidad de este protagonista tan fuerte y tan interesante. Hobie constituye ahora otra inflexión más en la galería dickensiana: una persona confiada, un tanto bobalicona, sumida en su mundo y, desde luego, ignorante, antes que inocente respecto a la realidad que le rodea. Confía ciegamente en su pupilo o se tapa los ojos ante una realidad que no quiere ver. Representa a ese tipo de persona frágil y bondadosa, tan entregada a un oficio artístico que se olvida del mundo exterior e incluso lo desconoce.
TRASFONDO SENSITIVO Y MORAL
Cuando Theo entra al servicio de Hobie, se sume en un mundo diferente, el de las antigüedades, en unos capítulos donde Donna se olvida del resto de la novela y se recrea en dar ciertos retoques que nos recuerdan a El Perfume de Patrick Süskind. Tal vez sea un homenaje o un capricho de autora que no se ahorma a una metodología narrativa, que simplemente escribe lo que quiere cuando quiere. Sobre estos mundos prodigiosos donde un arte como la artesanía es entendida como una especie de religión hay varios ejemplos. Donna homenajea a otras novelas parecidas, guiadas por un ansia de imitación, lo cual sirve para alimentar la estrategia principal de la novela consistente en desviarse de la aventura policiaca y de intriga, centrarse en la personalidad múltiple pero complementaria de Theo así como alimentar el enigma.
Y cuando Theo ve la oportunidad de estafar a los clientes de Hobie, el cuadro no interviene, bajo ningún aspecto. Antes bien, Theo sigue conservando el miedo a actuar de modo especulativo y especula con muebles, no con el cuadro.
Las dudas que se plantea Theo respecto a las estafas que está cometiendo en el negocio de Hobie consisten en sopesar la angustia, la desazón y el peligro que pueden ambos correr como pago al delito que comete (algo que anticipa el final de la novela) y, a su vez, el beneficio económico, casi altruista, que obtiene con estos “negocios”. Se plantea una opción moral entre pecar, delinquir para preservar un paraíso terrenal como el encantador edén del taller de restauraciones, un delito que preserva algo bueno (que sobreviva el taller), y la inquietud por ser descubierto. A decidirlo contribuye la moral aprendida en las Vegas junto a su amigo Boris, con lo cual, moralmente, se funden los episodios en un todo global. En el mundo no tanto de la delincuencia como de pensamiento libre y vivencias cotidianas adquiridos al lado de Boris, el pequeño Oliver Twist se hace mayor y adquiere hechuras nuevas que le sacan de la inocencia y le convierten en una persona activa y válida socialmente en un mundo, amoral y ya levemente corrupto.
Todo ello subyace a la trama principal, causando una sensación agradable en el lector, la sensación de que no se nos está abrumando con estas ideas, sino que se nos está entreteniendo con la aventura, que nunca pierde interés, y a la vez lo psicológico, lo moral, lo humano va entremetiéndose en las costuras de la historia.
RITMO Y DESARROLLO
Respecto a la novela en sí, a su desarrollo y al ritmo narrativo, ya no a la prosa que analizamos en el primer capítulo, hay que decir que dicha prosa fluida y ágil y con las características indicadas de alta calidad, alta intelectualidad, subyacente a una sencillez y amenidad permite a Dona Tartt entretenerse en detalles mínimos. En alguna ocasión peca de “novela femenina” con excesivo detenimiento en cuestiones insignificantes sobre todo cuando Theo entra al cuidado de la familia Barbour. La descripción de personajes aquí no se da a través de la acción que hace avanzar la novela sino que Dona se entretiene en dibujar y diseñar a los personajes en un momento estático y no fluido. Esto proporciona la novela a ciertos defectos que, como digo, pertenecen a la novela femenina o novela decimonónica donde se abruma con detalles insignificantes que no aportan nada a la acción. Mejor desarrollados están los personajes de Larry Decker, el padre, y su amante Xandra donde las aventuras en el casino y otras similares ayudan a entender la personalidad de ambos sin caer en el estatismo narrativo. Siempre sin abandonar la inocencia o incompetencia disfrazada astutamente de inteligencia del relato dickensiano de Tartt. Aparte de esto, la novela fluye con aventuras y con acciones, decayendo muy pocas veces, pese a tratarse de una novela larga en volumen de páginas…. pero su excesivo volumen parece necesario, tenemos la sensación de que el proyecto lo pide.
GRANDES DEFECTOS
Toda la acción hasta este momento ha permitido que el cuadro se “humanice” y lo veamos ya no como un objeto insignificante, sino algo amado, semidivinizado por Theo, por lo que la aventura de la mafia hace que el cuadro no sea banal, que nos importe más allá del macguffin. Hay un paralelismo entre el cuadro y el taller de restauraciones y antigüedades. Ambos representan un mundo mágico, espiritual, en el que Hobie está sumergido y tal vez pueda constituir un mensaje de fondo que ofrece Donna Tartt al lector. Más allá de la aventura y la narración Donna nos habla de que hay un mundo más puro, mejor, más rico y de mayor calidad en el arte y es precisamente ese valor añadido de un simple cuadro, esa calidad que aporta Donna al Jilguero y a los muebles y al oficio de restaurador, lo que se pone en contraste con el mercado (en ambos casos) y la corrupción de los bajos fondos, el origen de la maldad. El origen de la maldad está en el bien, en la calidad suprema de algunos objetos que el mal corrompe. No es un macguffin cualquiera. «El Jilguero» y el taller de antigüedades son edenes, paraísos intelectuales, conceptuales, espirituales que se pervierten en el mundo cuando el dinero entra en juego. Donna muestra cómo los altos valores se convierten en moneda en manos de la gente. Ésta es la metáfora global que podemos aplicar y que puede extenderse a otros mundos menos narrativos que se extraen de la novela. Ello se puede ver en la antítesis entre Xandra y la madre de Theo, ambas mujeres de Larry, la primera inculta, perteneciente al mundo corrupto que «despoja» a Theo del regazo de la madre biológica muerta, madre amante del arte, representante de la pureza artística, como en una metáfora narrativa que toma cuerpo en el fondo de la novela: el arte es despojado y ultrajado por la vulgaridad. De hecho, el alegato final con que acaba la novela cierra esta lógica. Donna fracasa al final como narradora porque intenta, ineficazmente, también por su calidad diletante como autora, subrayar el cierre simbólico más allá del cierre de la aventura.
Y sí, Donna Tartt es una narradora insuficiente que ha acertado de lleno, tal vez por casualidad, tal ver por dedicación y amor, en un texto lleno de felices aciertos y muchas insuficiencias, aciertos que considero no intencionados, sino fortuitos. Y su fondo sensitivo se queda corto, no nos ofrece grandes argumentos, cuestiones intensas en que pensar. Donna es una ciudadana común de pensamiento común, de ideas comunes y sensibilidad común que, sin embargo, se esfuerza mucho por escribir un buen texto, y ahí está su mérito. Tampoco debemos olvidar que es americana.
Como narración, como simple aventura en la superficie, la novela se cierra en falso con un alegato ideológico que aparentemente no viene a cuento, que no cierra por completo la novela ni siquiera, dejándola en media res. Como narrativa no satisface finalmente. Parece que la novela no ha acabado y además, en la edición que está en el mercado, continua el libro con un cuento añadido que nada tiene que ver con «El Jilguero» lo cual invita al despiste para los lectores. ¿Hay otro final?
Y por la insuficiencia de pensamiento, ese final extraño, conceptual, no dramático ni narrativo, no tiene nada de espectacular, ni siquiera de interesante. Es el típico alegato bohemio de artista medio loca que parece ser Donna Tartt como persona. Es un final que incluye alguna que otra casualidad inverosímil, aunque no demasiado. Plantea una posibilidad entre muchas, de conclusión de los hechos. Esto deja colgado al lector en una situación de inestabilidad puesto que después de tantas páginas parecía hacerse necesario un chimpún final rotundo. Dona Tartt, siguiendo una inclinación que se puede intuir bohemia y misántropa, tal vez hipocondríaca por parte de la personalidad de la autora, nos ofrece un final distinto.
Las virtudes que pueden extraerse de un tipo de personalidad así bohemia y misántropa son la alta intelectualidad desarrollada dentro de la novela, pero asimismo también produce estos efectos negativos donde la autora se permite lujos antinarrativos y caprichos personales que los lectores reciben como locuras de maniática.
CONCLUSIÓN
En definitiva «El Jilguero» es una novela suficiente, (en ningún caso una obra maestra, tal como si vende) que tiene la virtud principal de mostrarnos a una autora inteligente de inteligencia media, que fluctúa entre defectos insufribles y genialidades creativa de personajes sólidos y también momentos rutinarios. Lejos de insultar nuestra inteligencia, comparte con nosotros durante muchas horas una charla agradable de gran conversadora. Se nota que tras el texto se halla una persona de alto nivel personal y emocional y de mediana calidad intelectual. Al fin y al cabo eso es lo que buscamos en un narrador, encontrar detrás, al fondo, tras los personajes, el decorado y la acción, a una persona con la que te apetezca charlar, a otro ser que, como ocurre con los amigos que encontramos en la vida, seleccionamos entre los mejores.
PUNTUACIÓN: 6,7 SOBRE 10
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