Total de lecturas: 1,775
Siempre hemos hablado de los hipócritas, esos que te alaban exageradamente. Esos que fingen profesarnos una admiración falsa. Lo que dicen suena artificial. Nos tratan como semidioses. Nos atribuyen méritos que ni ellos sienten ni nosotros tenemos. Lo hacen con intención de quedar bien ante nosotros y los demás. Sí, los conocemos, pero ¿es eficaz lo que hacen?
Pues sí, es eficaz. Porque en principio les rechazamos, pero al final consiguen sus objetivos. Es el “efecto alabanza”.
Inyectan aire y ego en nuestro amor propio y pronto ese helio y vacío supone para nosotros un lastre interno. A la vez que nos deshacemos de la falsa imagen que han construido, percibimos que nos han enfrentado a la sociedad. Nos han comprometido y, desde el día de nuestra alabanza, nos vemos obligados a responder a esa imagen frente a otros. Por ejemplo, si han dicho de nosotros que somos graciosos, nos veremos comprometidos a contar el mejor chiste. Nos atribuyeron virtudes que sabemos inexistentes, pero nos halaga y sentimos la necesidad de no defraudar, porque si lo hacemos, caeremos en el extremo opuesto, nos verán sin esa virtud que acaso mínimamente, sin alharacas, sí tenemos.
¿La tenemos? El pelota consigue esclavizarnos así. Porque ha hecho populismo con nuestra adulación y ya se espera de nosotros más que de ninguno, aunque seamos buenos. Si nos alabaron de generosos, o nos arruinamos o pasaremos por roñosos pagando incluso más que el resto.
Tal es así, que incluso cuando vemos venir de frente al hipócrita, sonreímos aunque ese día se nos haya muerto el gato, porque en su día, con muchas pompas dijo que éramos simpáticos.
Y pobre de ti si se convierte en tu cliente. Sonreír ya no será una obligación social sino económica porque ¿cómo vas a decepcionarle y que no te compré? Aunque estés a solas con él, sentirás el efecto de su falsa alabanza.
(También publicado en prensa papel, La Voz del Tajo 24 de noviembre 2017)
0 comentarios