Se entiende la ira, la violencia, como una manifestación de lo dictatorial y, sin embargo, es al revés, la ira suele ser el origen y lo dictatorial la consecuencia. La ira es un recurso de control sobre aquellos que no opinan como nosotros. Se recurre a la ira, al enfado, para torcer la voluntad del otro. Aquellos que necesitan imponerse usan el enfado en dos sentidos. Si lo pretendido está por suceder, se enfadan para que el otro se someta y si ya ha sucedido, le humillan para que aprenda en un futuro. La ira es prueba de acierto y además es método. Me enfado porque tengo razón y estoy tan seguro de ello, que me enfado.
En cualquier manual de psicología aparece la ira como un modo de no sentir culpabilidad y justificar actitudes.
La violencia es mala de por sí, y para usarla nosotros debe ser en defensa propia. El iracundo necesita decirse a sí mismo que se está defendiendo, que está reaccionando, no atacando. Todo violento necesita ver que su violencia es necesaria y buena.
La opción ajena se presenta como un daño injusto, un error irreparable o un acto malintencionado. Juan quiere ir a la montaña y Pepe a la playa. Pepe se impone y alega que la montaña supondrá terribles perjuicios, constipados, lumbagos, aludes, cualquier cosa, y se pondrá borde porque Juan lo hace adrede. Y si finalmente van al monte, mostrará sus dolencias, para que Juan se avergüence y acojone.
Confundir forma y fondo es la trampa. El enfado simula fuerza y verdad. Cualquier mentira es verdad si uno se enfada. Uno mismo tiene la sensación de tener más razón por defender las cosas con contundencia. Lo razonable, lo pacífico, siempre parece menos verdad. Y al odio se le llama indignación para hacerlo bueno. Y la indignación es un modo de restablecer la justicia, de poner las cosas en su sitio. Llamándolo de otro modo, ya no es violencia.
Publicado en prensa de papel (La Voz del Tajo- Talavera de la Reina) el 26 de enero de 2016)
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