¿Conoce usted a ese que siempre interrumpe para callar al sabio?
Pepe es economista. Pepe se corta el pelo, como todo Dios. Su peluquero no sabe matemáticas, pero ¿qué pasa si un día el «tijeras» tiene un problema con hacienda y, tal vez indignado, le cuenta su punto de vista de economista aficionado a Pepe? ¿Escuchará Pepe las teorías patateras del «tijeras»? ¿Tendrá paciencia? ¿Y no se sentirá el «tijeras» inferior y querrá estar a la altura?
¿Qué tipo de conversación puede establecerse entre un economista y su peluquero? Probablemente tensa, incomprensible.
Hay varias opciones: que Pepe aguanté estoicamente las tonterías. Que el peluquero reconozca su inferioridad y calle. Para ello, debe ser humilde y Pepe no debe aprovecharse y dejarle en ridículo. En definitiva, como vemos, dialogar nunca es fácil, no es arroz blanco. Hay condimentos, guiso de psicología, cebolla de vanidad, pimiento de autoestima, zanahoria de ceguera, ajo picado de inefables sensaciones difíciles de reconocer y todo es cuestión de mano en los fogones.
Parece una tontería, pero usted ha vivido algo parecido. Que a Pepe le interese el problema del peluquero o que el peluquero no entienda un carajo son los ingredientes mayores. El emplatado final es sutil.
Ya nos sintamos peluqueros o economistas en la vida, depende de la conversación, pero siempre nuestra vanidad querrá hacerse un hueco. O nos aburrimos y nos vemos como tontos y forzamos una victoria, o somos paternales con el inferior y nos dejamos vencer, o nos indigna dejarnos vencer, o nos da rabia nuestra incapacidad y defendemos cualquier despropósito para que no sé noten los descosidos de nuestros argumentos. E interrumpir es el arma. Es sólo un arma para quien busca vencer, no la verdad, que procuramos poner en duda para que nuestras impericias tengan una opción, sobre todo en una sociedad que pondera el éxito sobre la razón, considerando otra opción un fracaso.
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