Voy a tener que ponerme en serio con quién menos lo esperaba: los amables, los que hacen gala de una amabilidad sin escrúpulos. Esos.
Y es que la amabilidad sin escrúpulos tiene un límite, como todas las cosas.
Llamo al seguro porque se me ha estropeado la cisterna y una niña pija me quiere colocar tres seguros más: para la ducha, para el perro, para la señal de tráfico que hay enfrente de mi casa y para una caja de bombones Ferrero Rocher que se me pueden derretir.
Yo venía a arreglar la cisterna solamente pero me anima a gastarme un pastón en nuevas compras. Insisto en lo de la cisterna –mire, señorita-, y ella me arruga los papeles que traigo y sigue con que compre lo nuevo… Y todo con una sonrisa, haciendo gala de una amabilidad sin escrupulos, que no sabes si ponerla un piso o azotar al gato que tiene sobre la mesa moviendo el brazo hasta que sangre… hasta que sangre el gato, se entiende.
No para de hablar. Me está propinando un masaje japonés de ofertas irrenunciables con aceites esenciales de aroma de yoyoba para elevar mi espíritu, calmarme el karma y que firme. Que firme nuevos seguros. Que firme. Es incansable, agobiante, pastosa, ahoga.
No entiende un “no” por respuesta. Le he dicho ya veinticinco noes y ella venga, y vuelta, y dale, no abandona, su amabilidad es inacabable, ni que la ahorquen. Colgada seguiría siendo amable. Ha entrado en bucle. Los comerciales entran siempre en bucle. Dices “no” y ellos siguen y siguen. No cejan.
Con los que llaman por teléfono lo tengo fácil: cuelgas. A la mierda tu amabilidad sin escrúpulos. Con los que tienes delante lo tienes jodido. Pillan cacho en la yugular y no sueltan. De hecho, estoy dispuesto a comprarle cualquier cosa al primer comercial o comerciala que deje de insistir cuando al primer “no” renuncie a violarme. En agradecimiento a su falta de amabilidad.
También publicado en prensa local edición papel La Voz del Tajo de Talavera de la Reina 9 de marzo de 2018
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