Nos da igual que se escriba con b o con v, que no concuerde el número, que se pierda el sujeto. De la ortografía sólo nos interesa si tiene pilila. No, por supuesto que no se va a hundir el mundo por meter miembras en el diccionario. El problema es que nos la refanfinfla cualquier otro problema ortográfico que no sea ese.
Sólo nos ocupamos de retorcer la frase añadiéndole mechas, extensiones femeninas que antes no existían y que suenan mal, tan solo por ser políticamente correcto. Pero la ortografía nos importa una higa.
¿Acaso no os suena mal “a todos y todas”, aquello de jóvenes y “jóvenas”?
Sí, es cierto, suena mal, pero lo exigimos porque somos demócratas de cartón. Si no, ni nos lo plantearíamos. Damos voces defendiendo “portavozas” pero nuestra cultura es una bayeta sucia para limpiarle la mesa a la política.
Y la ortografía es la auténtica mujer maltratada. Se mira sólo esa parte de ella, su coñazo feminista. De esa mujer sólo nos importa el sexo. No importan sus brazos, sus abrazos, su muleta que nos sirve para hablar, su inteligencia. Sólo el sexo. ¡Qué diputada! No nos importan sus auténticos dolores, como que los niños la estrangulen en el whatsapp hasta reducirla a gruñidos bosquimanos.
Nos la minimiza, nos la disminuye si se dice rentabilización o rentabilidad. No sale rentable. Y los que hacen negocio de escaños y cargos se frotan las manos al ver que nos preocupan tontunas. Sí, tontunas de moda. Porque han creado un problema donde no lo había para ofrecernos luego su solución. Se denomina “estrategia del caos constructivo”. Alegan que así nos concienciamos, pero sólo la servimos, con nuestra convicción alimentada desde arriba y con nuestro voto, que es el fin último de los que comen en el Congreso de nuestra sopa. Una sopa que nunca fue tan boba. O bobo.
(También publicado en prensa papel La Voz del Tajo 20 de julio de 2018)
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