Vivimos tiempos de relativismo. Pero el individuo necesita encontrar valores y busca una religión, partido, equipo de futbol, artista, moda, tribu urbana o fe, algo en que creer, por qué pelear, porque si no hay un modelo, ético, religioso, de cualquier tipo, no hay misión en la vida.
Si todo es relativo nada vale y todo vale a un tiempo y, por tanto, yo no valgo nada, no tengo con quien compararme.
Los partidos políticos son maquinarias de captación y para captar gente necesitas darle algo verdadero. El individuo busca certezas y se deslumbra con esta propaganda agresiva que afirma que hay algo real. Con los partidos, el individuo ve verdades en medio de un mundo relativo, igual que son auténticos los goles de tu equipo o el chimpún final de una canción de nuestro ídolo. Encuentra lugares donde dar sentido a su existencia, un sentido que los filósofos le arrebataron con blanduras relativas.
La izquierda o la derecha se lo devuelven con fuerza de grupo. Un partido es un grupo que lucha por un mundo mejor, mejoras sociales, felicidad aquí y ahora y respuestas infalibles. Las ideologías se nutren de esta huida del nihilismo, convierten a sus simpatizantes en personas dignas, útiles, integradas. Ese es el origen de la violencia política, una firmeza transformada en insulto y desprecio contra quien les intenta arrebatar su verdad: la otra verdad, la ideología contraria.
Conceder verdad a lo opuesto les abocaría de nuevo al relativismo y es contra eso contra lo que se lucha. El individuo siempre luchará dentro de sí entre una verdad vigorosa pero dudosa y la certeza del «sinvalor» de todo. Algo cultural que fluye por el esqueleto sociológico de nuestro tiempo. Es esa contradicción la que hace más radical su defensa.
Para que la verdad dudosa se afiance dentro, se emplea la violencia que conduce a la convicción. Ese es el origen de la defensa brutal de lo que ansiamos creer y aún no creemos del todo.
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