El espacio escénico se reduce a un cuadrado construido con mantas que representan las maletas y cajas de una mudanza. Al inicio aparece una mujer mayor, Gloria Muñoz, que no es otra que Emilia, la niñera que da nombre a la obra. Usando el truco narrativo de anticipar un enigma futuro, un pequeño flash forward que atrapa el interés del público, Emilia nos cuenta que es culpable de un crimen por el que sufre pena de cárcel. Carolina (Malena Alterio) ha muerto y parece que ella le ha matado, ¿Por qué?
Emilia nos cae bien, epata al público, es una viejecita amable amable, simpática y sin embargo tiene regusto de las viejecitas de arsénico por compasión, sin que esta sea una obra de humor. De una manera difusa, ese es el único argumento que se nos da. El programa de mano nos avisa de que se tratarán los enigmáticos resortes que construyen al ser humano, resortes de amor y desamor, resortes de deseos y de ansiedades, angustias, necesidad de amar y de ser amados.
Con estas coordenadas de navegación y tras un leve apunte argumental, el del crimen y la prisión de la vieja niñera, se inicia la obra con una serie de escenas donde lo filosófico, los guiños principalmente gestuales de sentimientos extraños, encontrados, rarunos, se van acumulando. La obra toma forma de cerebro sin el caparazón del cráneo argumental que lo sostenga. No sabemos qué ocurre en el plano superficial al menos durante la primera media hora o tres cuartos, o incluso más. (La obra dura 90 minutos). De modo muy arriesgado, Claudio Tolcachir, el director y autor, baraja y reparte cartas enigmáticas alrededor de ese cuadrado por donde discurre un padre, una madre, un hijo, siempre corriendo el riesgo de que en una de estas, de tanto manosear el barro sin darle forma, nos deje de interesar. Y así ocurre. Pasada la media hora uno se mira el reloj porque no sabe de qué va toda esta vaina. La historia carece del sostén de una historia.
Un erudito acomplejado podría morderse la lengua y fingir que no siente aburrimiento porque podrían acusarle de insensible e ignorante, inculto o ciudadano elemental, incapaz de entender las sutilezas más profundas de la problemática planteada… de ser un crítico “a lo gordo”. Ciertamente, la capacidad narrativa tanto de creación como de espectación establece barreras muy sutiles entre el facilismo ignorante, la inteligencia perezosa del que necesita una historia superficial, dinámica y no quiere líos ni comerse el coco con pajas mentales, y aquellos otros sublimes, espectadores de alto standing, lectores o receptores cultivados que tienen una capacidad mayor y por tanto un más elevado nivel de exigencia. Esta es la balanza difícil de todo arte. Estos últimos buscarán, porque lo entenderán, (o al menos eso se supone), que la obra les ofrezca matices y pequeños guiños que solo ellos son capaces de detectar. A estos espectadores, supuestamente más cultivados, no les hace falta el exoesqueleto de una construcción argumental, de una anécdota superficial visible, puesto que son capaces de construir ellos la osamenta a través del plano filosófico y descarnado que se ofrece. El único asidero argumental es una mudanza y una serie de personajes que hablan de temas aparentemente anodinos y se relacionan a un nivel cotidiano sin desvelar que ocurre entre ellos. Esto le basta al espectador sutil para captar la historia y ¿disfrutar de ella? Es innegable que el nivel de espectación permite que una obra sea más agradable, llegue más o menos a un público más o menos avezado. Pero siendo todo lo objetivos que se puede ser en el mundo del arte, hay que valorar esta Emilia y su opción de tres cuartos de hora sin historia, como una arriesgada apuesta de hacer funcionar un muñeco sin esqueleto dentro. El juego es complicado y para hacerlo funcionar ha de alcanzarse una altura filantrópica y filosófica suficiente que sustente una armazón interno sin armazón externo y mantenga el atractivo escénico. No nos olvidemos que estamos hablando de teatro, no de filosofía ni de filantropía y junto con el desarrollo conceptual y estético debe funcionar un desarrollo narrativo. Que el desarrollo narrativo sea interno y no externo implica que el juego sentimental, la relación de tensión y distensión, de amor y desamor, de conflictos no convertidos aún en figura, contengan una carga que también trabaje desde la evolución, que tenga momentos atractivos, subyugantes. Tanto si se trata de un argumento externo como interno deben funcionar adecuadamente lo que yo llamo «lagartos», que no son otra cosa que aquellos componentes que hacen extraña y poderosa cualquier historia, la saca de la norma, la torna única y llamativa. Si estamos hablando de sentimientos, trabajando solo desde una argumentación de lo cotidiano, como trabaja Tolcachir, este cúmulo de abrazos, de acusaciones, de humillaciones hacia la madre, de extrañas reacciones deben ser suficientemente intrigantes pero también hay que dar nuevos avances en el tiempo que nos hagan seguir algún hilo… aunque sea un hilo de sentimientos y reacciones contradictorias solamente. Sin embargo, en Emilia, incluso al espectador inteligente, pienso que puede resultarle cargante y exasperante no entender la relación mayor y ver que estos personajes solamente interactúan en una serie sucesiva de pequeñas nimiedades menores y puntuales sin un todo relacional: Traer un vaso de agua a Emilia, querer que Emilia se quede, la displicencia de Carolina cuando Emilia se presenta, su obnubilamiento, el dolor que de vez en cuando aparece en ella y en el hijo… Todo ello nos habla de algo que todavía no entendemos
La obra se dispersa en una serie de acontecimientos diminutos. Vuelta con el vaso de agua, vuelta a buscar la caja de la vajilla, la extraña exigencia del marido para que su mujer la ame, como su fuera una obligación, y el alejamiento también intrigante de la mujer de Walter, una persona que se muestra cariñosa… en exceso… asfixiante, tal vez. Está bien que eso sea así durante unos minutos, pero dura demasiado.
El enigma de sentimientos son las extrañas reacciones de la mujer al marido y del marido hacia la mujer, fundamentalmente. El argumental se reduce a saber la prisión de Emilia y la muerte de Carolina.
Emilia (intuímos) es un personaje simbólico, pero hasta bien avanzada la obra, hasta el final no comprendemos puede serlo. ¿Tal vez se trate del amor, una especie de Cupido resignado, ineficaz y envejecido.
Otro personaje enigmático, no sabemos si de fondo o de forma, es Gabriel (Daniel Grao), el quinto actor, sentado en una silla, contemplando la obra. Permanentemente allí, no sabemos quién es aunque, en un soliloquio, como hace Emilia, nos avanza algo de la historia: nos dice que él fue el catalizador de la muerte de Carolina. La obra continua con estos mimbres que despiertan un poco al espectador de la butaca y le permiten abrigar la esperanza de que de una puñetera vez empiece la historia. Lo que fluye por debajo se filtra, gusta que se filtre, pero es muy largo hasta que entra al trapo. Que un marido ame con desesperación angustiosa a una mujer que no le ama, a la que culpabilice de no amarle y que le obra se llene de abrazos y búsquedas de aprobación, de necesidad de amar y ser amados, hace fluida, vigorosa, ágil a la obra, pero necesita tijera.
La interpretación, por otro lado, es excelente y la dirección de actores estupenda. Todo ello cubren de sobra dicho lastre textual.
Vuelvo a insistir que estamos en el género teatro y que hay que contar una historia. Incluso si la historia que se cuenta fluye por debajo deben dársele los tiempos convenientes, y procurar evitar el «paisaje estático» en el que puede caerse.
Por fin entra el personaje enigmático en escena. Gabriel es el verdadero padre biológico de Leo y con su presencia construye el armazón, empieza a desarrollarse un argumento que necesitábamos, puesto estábamos ya sedientos. La historia es tan sencilla como universal, cotidiana, conocida. Aquí ruego a quienes no hayan visto la obra y quieran verla (cosa que aconsejo), que interrumpan la lectura del siguiente párrafo y salten al posterior.
De pronto, una historia sólida: hombre y mujer se conocen fortuitamente en un lugar cualquiera y surge un amor loco, que no mira las consecuencias. Ella tiene un hijo, el es un perroflauta sin medios. Ella, embaraza y abandonada, encuentra refugio en Walter, (Alfonso Lara), un hombre que la ama, que puede darle un hogar y a una familia. Ella deja al perroflauta y…, sin embargo, no ama a Walter. Cuando el niño ha crecido convirtiéndose en un adolescente con voz y voto, encontramos a Carolina sumida en una depresión, puesto que no ama y ya lleva demasiado tiempo así. Eso le mantiene alucinada y alejada. Walter consiente del desamor de Carolina pero lucha por ser amado, temiendo perderla, fuerza su amor, fuerza sus besos, se enfrenta al perroflauta, que viene de visita dispuesto a rescatarla porque ya tiene trabajo… surgen los reproches de un mundo moral, clásico, tradicional, justo, responsable, frente al mundo libre y disperso, injusto y lleno de imperfecciones. Walter se ha hecho cargo de la familia y no está dispuesto a que Gabriel se la le arrebate, pero Carolina quiere irse con él, y él, con toda la razón, la mata. Emilia, su ángel de la guarda, asume el delito, cuida a su perro Roco, a su niño, Walter, por eso está en prisión. Argumento desvelado.
El argumento es bonito, tradicional y cargado de buenos sentimientos así como de inclinaciones y pasiones inevitables, que nos seducen y esclavizan. Esta lucha se convierte en una enorme historia en las manos y en los brazos de cualquier dramaturgo y hay que saber darlo forma. Walter es un niño llorón malcriado. Múltiples mensajes: la moral tradicional se mea en la cama, se llena de complejos, es justa pero a la vez débil, necesita la protección de un dios llamado amor, llamado bondad universal, llamado Emilia frente a una vida perversa, la vida libre del perroflauta fuerte, el jin del jan, Walter y Gabriel. Dos parejas de ángeles buenos y decentes (Emilia y Walter) frente a dos almas perdidas (Carolina y Gabriel).
Hay que decir a favor de Claudio Tolcachir que la historia es tan compleja desde el punto de vista profundo que era difícil moldearla desde su fondo. Pero hace un gran trabajo Claudio, dentro del ingenio mediano que puede tener cualquier autor que honradamente pretende ofrecer un buen producto porque, pese a todo, está bien moldeada, dignamente ejecutada, dignamente llevada a cabo y resulta suficiente. Acaso con un pelín más de ingenio, con un punto más de recorte al principio, quedaría redonda. Habría que concederle menos enigma a los primeros compases y algún punto más historia y de elementos chocantes que nos hiciera despertar de la butaca.
Los tres últimos cuartos de hora, sin embargo, son fascinantes. La obra satisface, gusta e incluso se convierte en algo excelente.
En definitiva, obra mejorable pero de gran calidad. Como tal puede recibir un 6,5, incluso un 6,7 para que no digan porque, depende del día que te pille, puedes incluso ser géneros y darle un 7.
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