Uno de los motivos por los que muchos artistas decidieron hacerse funcionarios en los cincuenta fue ganar tiempo para crear. Esta ambición del ciudadano responde a la necesidad de alcanzar esa calidad de vida que no le da el dinero, sino el tiempo. Las empresas privadas, sin embargo, abogan por el dinero como único y exclusivo aliciente. Pero la vida está en el tiempo. En una empresa privada trabajas de sol a sol y si la empresa es tuya, las preocupaciones no te dejan margen mental para más.
Pero lograr ese tiempo supone una contradicción. Porque tal como están planteadas, no las saca el creador.
Para aprobarlas no hay que estudiar solamente, hay que ser un friki muy friki para memorizar tantos detalles absurdos y vomitarlos después en un examen con trampas.
Porque estudiar una oposición implica abandonar tu vocación y dedicar unos añitos a memorizar idioteces, gastar energías desaprovechando tu vida y… y si tu vocación es sensible, no lo logras.
Imagine un poeta estudiando oposiciones. Y ahora imagine una persona sin vocación. ¿Quién las saca? Cierto que el ansia por sacarlas para ganar este tiempo para crear te incita a pelear, pero no durante años infinitos. Pelear por cien plazas cuando se presentan veinte mil es insufrible.
Quien no tiene otra cosa que hacer le da igual gastar años, juega con ventaja. Por eso quien no tiene una vocación aparte tiene más posibilidades.
Vivimos en un país absurdo dónde para llevar unos papeles de una mesa a otra, te preguntan cuántos diputados firman un recurso de amparo y ante esto sólo las ovejas se encogen de hombros y apechugan. Ese es el mérito y la capacidad que quiere el Estado, obedientes piezas de una maquinaria. Los artistas sólo aman el margen de tiempo que les concede ser «pieza».
Los artistas eran funcionarios cuando nadie quería serlo y las oposiciones eran accesibles. Hoy es imposible. Por eso hoy, probablemente, los poetas trabajen en IKEA.
Publicado en prensa de papel (La Voz del Tajo- Talavera de la Reina) el 25 de octubre de 2016)
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