Cien sacerdotes concelebran la misa, se le entierra en la catedral, salvas de honor, salida a hombros y vuelta al ruedo, incluso se hace coincidir la muerte y el sepelio con las tres de la tarde, para que salga en el telediario.
Si alguien me enseñó que España está lleno de hipócritas, malévolos, descarados y sinvergüenzas fue Suárez.
Si alguien me convenció de que la política es cainita, fue Felipe. Ahora resulta que todos le querían y Suárez era la caraba. Yo era muy niño cuando veía los primeros debates. Veía un Suárez conciliador, razonable, que extendía la mano y, frente a él, un joven de pana que vio en el transigente un rival de mantequilla donde no sólo meter el cuchillo, sino clavar, volver a clavar, hacer sangre, asesinar, trocear y triturar. Buscaba los puntos débiles, si no los había los inventaba. Todo lo que decía el andaluz sonaba a ambición. A mí me asustaba Felipe, era un hombre cruel que rebosaba ira, odio, ansia, así le veía yo. Felipe nos enseñó que la palabra es un arma de violencia y vale todo sofisma, medias verdades, ataques irrespetuosos, insultos velados sin compasión. Felipe, dales caña, clamaban los que se congratulaban en sacarle las tripas a Suárez como método lícito de victoria. Eran tiempos de vengarse del franquismo y Felipe era la voz propiciatoria. Eso se premió en el 82, la dialéctica extrema y viperina disfrazada de diálogo. Y el humillado, vilipendiado y agredido fue Suárez, en el rostro de todos nosotros, o al revés. Felipe me convenció de no votar, Suárez de que un demócrata es un mindundi vapuleable y el nuevo estado un trastero que a veces huele a gresca barriobajera y a veces a saqueo. Suárez lo llamó política. Yo no. Y ahora se le eleva a los altares, como si nada de todo aquello hubiera sucedido.
Publicado en prensa de papel (La Voz del Tajo- Talavera de la Reina) el 1 de abril de 2014)
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