Una cosa es que odies a los animales y otra que, simplemente, no te gusten. He de reconocer que no me gustan. Incluso me molestan. En una sociedad donde es pecado decirlo, me atrevo. Ni mascotas, ni gatos, ni peces, ni pájaros. Salvo en la olla o en la sartén, abomino de los bichos. Es un error de la creación, lo sé. Los animales o yo, uno de los dos es un error, pero no nos llevamos.
Si esto se suma a que muchos, como yo, vamos por la calle medio alucinados, el problema se grava.
Porque es cuando más alucinado vas, que esos horribles monstruos salen corriendo desde el otro extremo del parque y se hinchan a ladrar.
Sí, es cierto, cuando veo una película de miedo pego un bote con un tachán. ¿Y qué? Dirán ustedes: culpa tuya. Pero, cuando caminas, no esperas ladridos de irracionales del inframundo que te quieran morder las piernas desnudas en un arrebato de enajenación mental, por la espalda y a la altura de tus espinillas. ¿Qué les he hecho? Nada, pero me odian. Y el dueño me ignora, como si tuvieras la obligación de soportarle. Porque si no, te denuncian al Pacman ese. Pero el bicho no es tuyo. ¿Qué obligación tienes?
No diré que les odio, (en justa correspondencia), pero hacen todo lo posible.
Pobrecito, déjale. ¿Déjale? ¿Pero tú has visto la mala leche? No te odia, defiende su territorio. Bien no le caigo y yo defiendo mi paz espiritual, niña. Es irracional. Pues ladrando parece que sabe lo que se hace. Y la adolescente sigue whasappeando en la confianza de que no me morderá. Pero le importa tres leches.
Y sigues paseando como si transitaras por un barrio de Sicilia.
Sí, reivindico mi derecho a pensar en las musarañas, a pasear en paz. Pero con estos perros chiquininos es imposible.
Y así han sido mis paseos este verano.
(También publicado en prensa papel La Voz del Tajo 14 de septiembre de 2018)
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