Érase una vez, unos amigos que construían castillos de arena en la playa. Era castillos enormes, gigantescos. Era verano, tenían fuerza, ganas y los tres perfeccionaban cada vez más su técnica. Llegaban temprano cada mañana, construían y los bañistas admiraban y aplaudían. El cuarto amigo había decidido dedicarse a otra cosa. Por ejemplo, estudiar ingeniería para construirse una casa de verdad en la costa. Y cada mañana, un nuevo castillo, más hermoso, más impresionante se levantaba.
Los bañistas exigían siempre otro mejor, porque cuando se han visto muchos, uno se harta.
Y pide cinco almenas en vez de tres, luego seis almenas y un puente. Luego dos almenas más, dos puentes más y un foso, y siempre más la mañana siguiente, porque nada satisface cuando se tiene todo.
Pasaban los días y los bañistas cada vez eran más, pedían más, y los constructores sólo vivían para ellos, pendientes de impresionarlos. Se hicieron famosos. Venían bañistas de todas las ciudades para admirar su trabajo. Estaba claro, la suerte les sonreía. Pensaban que el cuarto amigo había hecho un mal negocio apartándose. Porque la vanidad de tanto aplauso cegó a los tres amigos.
Y llegó el otoño y aquella técnica adquirida en castillos no les sirvió de nada. Los bañistas marcharon. Al final, las cigarras se dieron cuenta de que eran ingratos, veleidosos, hipócritas, y no les importaba una puñeta tanto castillo de arena.
Se dieron cuenta de que habían perdido el tiempo intentando complacer a los bañistas. Porque cada uno tiene su vida y en la vida de los demás, solo se curiosea. Entre tanto, el amigo ingeniero empezó a habitar su confortable mansión. Una mansión que no necesitaba de aplausos de bañistas. Y las tres cigarras le hicieron un escrache pidiendo justicia porque el lobo viento sopló y sopló y su castillo derribó mientras que no derribó la casa de piedra del cerdito laborioso.
(También publicado en prensa papel La Voz del Tajo 29 de junio de 2018)
Mi canal de youtube con audiolibros gratis:
0 comentarios