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Dicen que el español envidia. No es exacto. No es exactamente así. O, por mejor decir, antes que la envidia hay algo previo.
El ciudadano español no suele esperar a que el otro triunfe para empezar a envidiarle. Antes de envidiar, previene no tener que hacerlo y por eso arremete contra todos antes de saber si acaso alguno de esos “todos” tiene méritos que le hagan sombra. Sean o no candidatos a ese triunfo que luego envidiarán, el español se complace en demostrar que “todos” a su alrededor, sin discreción, son inferiores. Y lo hace de forma gratuita, porque sí.
Demostrar que el otro no sabe, no puede, es incapaz es el deporte nacional. Y lo hacemos sin venir a cuento.
Arremetemos contra el más inteligente o contra el más ramplón, da igual. Incluso nos inventamos torpezas inexistentes y nos reímos antes de que el otro nos demuestre lo contrario.
Usted conoce a ese español que te mira con sorna cuando estás contando algo y al mínimo “fallo” se te cachondea. No quiere escuchar, por si la torpeza no ha existido. Quiere que exista, para verte pequeño (pero es broma) y alimenta esa mala interpretación para poder seguir riéndose. Pero es broma, claro.
¡Escuchad!, ¿sabéis que Manolo se ha caído al agua? ¿Qué voy a caerme? Digo que he hecho un doble tirabuzón carpado que… ¡¡Ja, ja, que sí, que sí, que te has caído del trampolín como un gato escayola burriciego, ibas sonao, ji, ji, torpe!!
Cuando alguien tropieza en la calle, se le cae el pan, cruza sin mirar o pierde las llaves, nos gusta. Si los demás son torpes, somos superiores. Queremos ver el mundo a nuestros pies. Ni héroes, ni mejores. Todos somos iguales. Antes que envidiar, subrayar la humanidad… ajena. Y hallamos pruebas retorciendo virtudes o negándolas. Así es cómo funciona la envidia española, tan previsora ella.
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